Poeta
Alexander Campos
Mi
Credo
Inequívoco creo en un
Dios divinamente limpio, puro, santificado, generoso y fragante; perfumado en
esencias de azaleas, de nardos y magnolias, cortadas del edén de la verde
esperanza. Pero no creo en ese dios que nos venden cercano al tecnicismo y a
los malditos dogmas; al que le hacen rituales en actos pestilentes con olores a
muertos en presencia de altares pomposos y brillantes que distancian la fe y lo
divino y destruyen el verbo del amor o el honor por el vándalo diezmo; no creo
en ese dios de hincarse y persignarse, ese que a cada instante, en plenos
simbolismos, le carcomen el cuerpo y le chupan la sangre de acuerdo a un
protocolo desgastante, en medio de arco iris y vitrales, de vistosas, pero
hediondas sotanas impregnadas de incienso, o carísimos trajes, totalmente
alejados de las básicas normas de lo sobrio, lo digno y lo sencillo, que
indudable o sin dudas es el deseo del Cristo que se anida en el alma de la
figura humana.
Yo
creo en ese Dios que va cada mañana a posarse sobre el ramaje inmenso del árbol
de la vida, revestido de sueños, cual gaviota o cenzontle, que surcan el
espacio con las alas abiertas al destino y por sabio principio, incluyente de
los nobles ideales, y trae de comer a sus polluelos, para que puedan ellos
también multiplicarse con el andar del tiempo. Pero se me hace absurdo creer en
ese dios irónico de ofrenda, al que aun sobre lo vil de la pobreza o sobre
mutilante enfermedad hay que brindarle pleitesía o paga, para seguir nutriendo
a los infames seres, los de la baticueva, que en la historia de la vida han
generado escándalos de sexo y corrupción, y por supuesto seguirle manteniendo
al infinito numen de imberbes comensales, y continuar el lujo del sin par
modelaje de trajes, de kipá o de birretes, de anillos y cadenas y bastones que
cargan con la culpa del pecado histórico, eternal, burdo y lejano del encuentro
cordial entre hermano y hermano.
Por
otro lado creo, y es que debo creer en un Dios más devoto, más del pueblo y
misericordioso, sin formulas secretas, sin códigos extraños, sin
monumentos toscos, ese que vigoriza toda expresión conciente que nace entre los
seres, y se hace placentero para el cuerpo y el alma, ese que con afecto unge
la testa, los pies, el corazón, las manos, el cabello y la espalda del que
sufre una o más penas; el que nos llena siempre de amparo, de nobles
sensaciones y nos cobija siempre cuando se acerca el frío de la negra tormenta
y neutraliza todos los deseos perversos de las fiestas paganas.
Más
no creo en el dios de minúsculo empeño, ese que manipula y deteriora la escala
de valores, ese que mal intencionado utiliza a las masas y la conduce al centro
del inquino desorden, ese que huele a rancio, colgado de la cruz en una iglesia
y que le llaman santo, pero no pasa de ser de bronce, o de hierro forjado o de
madera, el dios martirizado que provoca tormento y una infernal tristeza, ese
que sigue atado o se encuentra clavado de los pies y las manos, con el rostro
partido… ensangrentado, y la mirada yerta, como hundido en la pena y el
fracaso, torcido de su tronco, maltratados sus pies y sus rodillas, sus
piernas, su cabeza y su costado, como implorando misericordia…amparo, generando
una lastima enorme de incesantes rarezas; no creo en ese dios de la goleta, al
que un grupo dis que privilegiado le elige en el concilio un sucesor con
señales de humo, nacidas de locuaces fumarolas, por que debo decir que yo
presiento que ese hombre no representa a cristo, por que el cristo que
nace de la iglesia me mira aun con la cruz a cuestas, como me lo
impusieron desde niño, cuando yo sin saberlo, me asombraba ese drama y hacia
menos tierna mi inocencia.
Creo
en el Dios que es padre, hijo, amigo y hermano, ese que sabe a trigo en la
alborea, el que va en el sabor de las colmenas, como miel destilada, y que baja
a los campos a labrar con sus callosas manos la prometida tierra y saca la
ilusión hecha semilla desde la vigorosa entraña y nos hace apreciar su fiel
palabra difundida hacia el mundo por la luz eternal de la ensenada. Yo creo en
este Dios que va en el viento, en la lluvia, en la luna y el lucero y no en el
que se apolilla entre un crimen horrendo cercano a los conventos o en el salón
trivial de un muy bien decorado, pero tedioso, y quizá más que tedioso
horrible y mal llamado templo.
Creo
en el Dios que toca la mejilla del que ríe o que llora, no en el que busca
atarse a las monedas, no creo en ese dios que nos margina por el lujo o el
lucro voraz de las iglesias, sin reportar siquiera cual es su devoción, no creo
en ese dios que nos domina y nos pone a sufrir la penitencia, ese que nos
obliga y nos sujeta a quedarnos callados en la escena en que nos toca actuar y
relatar la vida y toda su armonía; ese que desde arriba nos ve con desconfianza
y nos increpa y nos llama corderos, más bien dicho borregos cuando así lo desea
y nos roba la piel y las ideas, ese que no nos hizo a su fiel semejanza ni tan
poco a su altura y que menos nos deja acariciarlo para aspirar su bálsamo de
paz cuando hay desilusión, tristeza y mansedumbre por la amarga pobreza.
Creo
en el Dios que no me ve de menos y que lleva en sus hombros la preciosa
presencia de mi estampa, moldeada con sus manos de gentil alfarero o dibuja
sobre su bastidor un cuadro al óleo como lo hace el más digno pintor que es un
mecenas; el que me hace beber cuando sed tengo y me da de comer cuando hambre
arrastro, por supuesto poniendo todo mi sensato talento. No creo en ese
dios que me flagela, el que debo golpearme al pronunciar su nombre, ese que me
arrebata lo que tanto me cuesta o me deja tirado si no tengo que darle, ese no
es el dios que fluye en mi conciencia, ese no es el dios en el que creo, por
que no pasó de ser carne y olvidó lo divino que es ser verbo.
Creo
en el Dios de siempre, el que me deja ver más allá de la luz de las estrellas,
ese que me permite galopar por los acantilados y las verdes estepas y pone el
manantial a mi disposición para que beba en el más cruel desierto, el Dios que
me faculta ir conquistando el mundo cada día y descubrir lo azul de mi infinita
idea; el que llena de gozo mi existencia y me deja correr por las ciudades y
bajar sin desastre a las aldeas o encontrarme entre medio de los mares o el
gentil espacio mirando el universo, ese Dios que me impulsa a enseñar cada
mañana sin miserias humanas, sin distinguir colores, lenguas o vestimentas. No
creo en ese dios de la corona revestida de piedras preciosas o bordada de plata
o el que tiene clavadas las espinas al perfil de sus sienes; no puedo comulgar
con los altares, con pulpitos e inciensos o con lobos que aúllan vestidos de
corderos, no puedo yo sentirme tan ingenuo ante tremendo enclave, por la ley
natural de ser como se dice, ser con razón, un ser grandilocuente, un ser de
lógica y por ende un ser emocional, pero pensante.
Creo
en el Dios eterno, diferente, al que sin reflexión cree la gente, ese que no
lastima, ese que no castiga, ese que no permite que nadie se flagele, que por
ende no mata, ese que está presente en cada acción propositiva, el que me hace
expresar sabias palabras de semejanza estrecha a sus parábolas. Creo en el Dios
de veras que se dice mi amigo, mi padre o mi maestro, al que veo en mis sueños
compasivo y sonriente por todo lo que emprendo en esta forma espiritual y
humana, cercano a la enseñanza surgida de su voz como flamante estela que
alumbra el azul horizonte y lo blanco del alma.
Creo
en el Dios que trae entre sus manos la espada para cortar el hilo que ata a los
seres humanos a la cruel ignorancia; creo en el Dios que es fuego y purifica
las ánimas mundanas, y creo, sin duda alguna creo, en el Dios que me faculta
mirar con mis ideas la tozudez de millones, de miles de cientos de seres que
trajinan por el mundo y se creen devotos por que dan una ofrenda que vale un
poco más o un poco menos de su cruel avaricia, al final que más da si es su
infame miseria, y van a la capilla y se flagelan, y al salir del sermón otra
vez vuelven a tropezar con el pecado, regresan nuevamente en busca del perdón
por la bestial ofensa, exclamada con ira o con injuria, sobre el ser al que
llaman, o vecino o hermano; sin pensar que un hermano es un concepto demasiado
sublime, es una frase digna, no se puede decir si no se siente, no se puede
expresar si no se vive, no se puede ofrecer si no se cumple, como lo mandó Dios
con su sabia, inmensa e incuestionable palabra que dirige y
sustenta.
Por
esto creo en Dios, en un Dios vivo, no en el dios que en monótona historia ya
está muerto. En un Dios que galopa por las sendas alturas del espacio,
pero que deja huella en el camino con la sin par firmeza de sus pasos que
remarcan su andar y su vital presencia.
Espiritual
soy yo, de carne y hueso, hecho también de polvo, de luz, de agua, de fuego y
de granito, hermano de la rosa y del lucero, creyente de la paz y del consuelo,
con un Cristo creciente aquí en el pecho; con un Dios presencial, digno… leal…
valiente, que sabe perdonar siempre de frente, nunca entre la congoja de una
imagen de un ser que retorcido posa en un madero como el más vil tirano
deshonrado e inocuo que hay que tenerle lastima, angustiante temor o extremo
miedo.
Creo,
como ya lo he expresado, en el Dios que es manantial de agua entre la sed, luz
en la oscuridad de la ignorancia, cobijo en la miseria de lo innoble, idea en
lo tortuoso del vejamen, fortaleza en lo imberbe de lo frágil, temple en el
desamparo y fe en la adversidad; en ese creo yo, en el Dios de la lucha y el
rescate, en el Dios de la fuerza y el debate, y en el que me hace ser, ser un
juez de mi propia opinión, de mi acción y mi propio rescate, amparado en su luz
eternal, no en sus rituales.
Alexander
Campos
1 comentario:
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